
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa en 2013, pocos imaginaron que su pontificado marcaría un antes y un después en la historia moderna de la Iglesia Católica.
Proveniente del “fin del mundo”, como él mismo lo dijo al saludar por primera vez desde el balcón de San Pedro, el primer Papa latinoamericano, el primer jesuita en ocupar el cargo y el primero en elegir el nombre de Francisco encarnó un nuevo estilo de liderazgo espiritual: uno más cercano, humano y despojado de los oropeles que tradicionalmente rodeaban al Vaticano.
Sencillez como declaración de principios
Una de las primeras señales de que este no sería un papado tradicional fue su rechazo a los símbolos de poder. En lugar del lujoso departamento papal, el Papa Francisco eligió vivir en una residencia sencilla dentro del Vaticano. Optó por ropa litúrgica austera, evitó los coches blindados y de lujo, y convirtió al papamóvil en un vehículo modesto y eléctrico que, eso sí, todavía es firmado por Mercedes-Benz, como lo ha sido desde hace muchos años.
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Incluso, el Papa Francisco, quien recibió como regalo un Lamborghini Huracán RWD Coupé convenientemente decorado con los colores del Vaticano, decidió subastarlo en Sotheby’s, logrando recaudar 715,000 euros que fueron destinados a obras benéficas; mientras el se movilizaba en autobús con el resto de cardenales o usaba un Renault 4 donado por un sacerdote jubilado.
Pero su sencillez no fue solo estética. Fue, sobre todo, una postura coherente con su visión de la Iglesia, que no hablara desde el mármol sino desde el barro de las calles.
El Papa Francisco también se distinguió por su lenguaje claro, sin vueltas, y por su habilidad para hablar de los grandes temas del mundo sin perder la empatía ni el sentido común.
En lugar de condenar, invitó a la comprensión. Frente a los desafíos de nuestro tiempo —la migración, la crisis climática, la desigualdad, la violencia o la exclusión— no se encerró en dogmas, sino que salió al encuentro, con una voz que abrazaba más que juzgaba.

A lo largo de su pontificado, Francisco dio la vuelta al mundo con gestos pequeños, pero de gran potencia simbólica. Lavó los pies a presos y migrantes, abrazó a enfermos sin miedo, comió con personas sin hogar, y visitó campos de refugiados antes que despachos de poder. No viajó para hacer política, sino para sembrar esperanza.
En México, su paso en 2016 dejó huella: habló de la corrupción, de los desaparecidos, de los migrantes, del dolor de los pueblos indígenas.
A diferencia de otros pontífices, el Papa Francisco no esquivó la conversación con el mundo contemporáneo. Usó redes sociales, habló de ecología con contundencia, promovió el diálogo interreligioso y la fraternidad global e incluso instó a los jóvenes a “hacer lío”, a no conformarse con una vida tibia ni con una fe vacía.
El Papa Francisco pasará a la historia no por haber cambiado la doctrina, sino por haber cambiado el tono. Por haber puesto el foco en la humanidad, por su cercanía, por su autenticidad, y por haber mostrado que el poder también puede ejercerse desde la humildad.