Una distancia de 379 kilómetros es la que separa a la Ciudad de México de las playas de Acapulco. En promedio, 4 horas y media de autopista nos dividen de la perla del Pacífico. Un trayecto que puede ser tedioso o convertirse en una auténtica maravilla, dependiendo siempre el vehículo en el que te trasladas.
Eran las 9:30 de la mañana cuando encendí el totalmente nuevo Audi A7; después de recibirme con ese sonido espacial, y de acomodar sin problemas mi equipaje en su amplísima cajuela, comencé a rodar por las calles de la capital, desde la colonia Roma y hasta la salida a Cuernavaca. Estamos hablando de un auto que roba miradas en todo momento gracias a sus grandes proporciones, un diseño elegante y unos rines prominentes.
Una vez que llegué a la autopista no me costó ni un minuto en convertirme en el dueño de todo el camino. Pude comprobar de primera mano que no le representa ningún esfuerzo alcanzar altas velocidades y que, de cero a 100 km/h se tarda la módica cantidad de 5.3 segundos, todo gracias a sus 340 caballos de poder que te otorgan la seguridad para pisar el acelerador a fondo.
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El interior de este bólido es un tema aparte: asientos y espacio para tener toda la comodidad, y en el caso del conductor, un sinnúmero de posiciones para obtener la postura ideal y así exigirle el máximo desempeño. Asimismo, su infoentretenimiento es espectacular, con dos pantallas que ayudan a entender mejor el auto y controlar absolutamente todo: ahí se selecciona el modo de manejo, aire acondicionado y hasta levantar el alerón para una experiencia más deportiva.
Luego de tres horas y media de camino, llegué a mi destino: el hotel Encanto Acapulco, ubicado en lo alto del fraccionamiento Las Brisas, un recinto que se distingue de todos por ser un blanco total, con una infinity pool envidiable y una gastronomía de primer nivel. Todas sus habitaciones están acondicionadas para tener una vista espectacular hacia las azules playas del Pacífico, a la isla de la Roqueta y, también, a la Zona Dorada.
Tras haber
disfrutado del hotel por varias horas, llegó la hora de la cena: el chef envió
a la mesa lo mejor de su menú, que constaba en un filete de rib eye y un atún
sellado, para cerrar con unos churros hechos al momento complementados por un
delicioso helado. Había llegado el momento de dormir.
Llegó el segundo día de la experiencia y era momento de probar otras mieles, en específico las del grupo Vidanta, que nos recibió con los brazos abiertos en las puertas de su restaurante italiano Ill Forno Di Gio para degustar de una cena de seis tiempos que incluía desde un salmón con pasta y queso parmesano, hasta un delicioso cordero o una auténtica pizza margherita, entre otras delicias, todas ellas maridadas con lo mejor de los vinos chilenos y mexicanos.
Llegaba la hora de descansar y, aunque esto marcaba el fin de la experiencia, y los finales siempre suelen ser tristes, algo en el fondo me inspiraba en torno al regreso a casa: que al amanecer volvería a ser momento de probar, nuevamente, todas las bondades que un alemán como el Audi A7 tiene para ofrecernos. El regreso, además de ser veloz, divertido, cómodo y seguro, siempre nos mantuvo en el camino con mucho estilo.