Vibrante, cosmopolita, imparable, renovada, permanente, sorprendente, intimidante… esas y
otras características de Nueva York fueron capturadas por The Macallan en una edición
excepcional que continúa con la serie Distil Your World, inaugurada por la marca con Londres,
y en la que busca condensar la esencia de una capital mundial en un whisky. Un viaje a la Gran Manzana sirvió para confirmar en primera fila qué tan exitosa fue la misión.
Apenas entré en Manhattan, volví a familiarizarme con la marca de la casa, esa especie de
latido continuo, constante. Entre la pandemia, ocupaciones y más, hace años que no estaba en
Nueva York.
Por suerte, volví y en excelente compañía: The Macallan nos invitó para la presentación de una nueva edición que promete estar a la altura de sus mejores lanzamientos y convertirse en un clásico instantáneo.
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El nuevo single malt se insertará en Distil Your World, una serie en la que la firma revisa la esencia de sitios icónicos como Escocia y Jerez, y hasta los convierte en whiskies, como sucedió ya con Londres.
Llegó el turno de NY
Ahora, es el turno de NY. En muchos sentidos, esta ciudad está llena de contrastes. En los colores de sus construcciones, en las construcciones mismas, en sus habitantes, en el atuendo de esos habitantes, en las pantallas de Times Square, entre los incontables puestos de comida callejera y los restaurantes más exclusivos, y en un sentido menos físico, en su misma identidad: una de las cosas que más me gustan es que cuando vuelves la ciudad es la misma y, paradójicamente, tiene también siempre algo nuevo que mostrarte.
Ahora, por caso, encuentro que a las tradicionales carrozas tiradas por caballos de Central Park se ha unido una pequeña legión de bicitaxis. Estos nuevos carruajes a golpe de pedal acompañan el paso de los turistas mezclados con neoyorquinos que recorren Manhattan siempre apresurados, siempre necesitando llegar a otra parte.
El de los bicitaxis es un paseo amenizado con una melodía que surge potente desde un altavoz que viaja en la parte trasera, casi siempre (¿siempre?) esa canción es Empire State of Mind, de Jay Z con Alicia Keys.
La energía urbana del rapero y la voz poderosa pero templada de la diva —que asegura que estas calles te harán sentir como nuevo y sus luces te inspirarán— se unen al espíritu omnipresente de Frank Sinatra, y a la huella innegable de las bandas de jazz, productoras de un sonido que se apoderó de Nueva York desde hace prácticamente un siglo, con figuras de la talla de Louis Armstrong, Duke Ellington o Benny Goodman, quienes vinieron hasta aquí como parte de su encumbramiento al Olimpo musical.
Todos ellos (y tantos más) contribuyeron a formar una banda sonora que musicaliza esta ciudad. Esa es parte de la esencia que en The Macallan se dieron a la tarea de capturar.
Embotellar el espíritu de una capital mundial no fue misión simple. Para lograrlo, realizaron una
profunda investigación en el terreno, comandada por la whisky maker, Polly Logan, y el chef
Joan Roca, quien dirige uno de los restaurantes más celebrados del mundo, el Celler Can Roca,
junto con sus hermanos Josep y Jordi, involucrados también en esta aventura.
Como parte de su expedición, Polly y Joan se acercaron a una serie de neoyorquinos creativos e
identificados con la ciudad y que aportan su visión, como el jazzista Wynton Marsalis (“Nueva York ha sido la meca de la música por mucho tiempo”); la artista de grafiti Lady Pink (“Así como necesitamos respirar, caminar y comer, necesitamos crear”); la curadora del Museo
Guggenheim, Megan Fontanella, quien encuentra similitudes entre la rica diversidad en la obra
de Wassily Kandinsky y las capas de la ciudad; el diseñador de moda, Daniel Silverstein, creador
de prendas nuevas a partir de pequeños trozos de ropa vieja, lo que ve como una metáfora
neoyorquina; y el experto e historiador de zapatos tenis, Dee Wells, (“La mejor manera de
recorrer esta ciudad es caminando”).
Sus conversaciones con ellos le dieron dirección al proyecto: “Este whisky es audaz, de sabor vibrante y estimulante —dice Polly—, como cada uno de ellos”.
Tras las charlas y los paseos en los que la creatividad y el arte tuvieron un sitio primordial, surgió un destilado hecho a partir de seis barricas de roble europeo y americano, que sintetiza la esencia de la Gran Manzana, incluidos su carácter artístico, su arquitectura y la diversidad culinaria que se encuentra en ella, en sitios como delis, diners y hasta en la comida callejera.
Para ponernos en situación, Macallan preparó un recorrido por sitios icónicos de Nueva York,
algunos de los cuales la misma Polly y Joan visitaron: el Guggenheim; The Campbell, un bar
semioculto que sólo unos cuantos iniciados conocen, a un costado de Grand Central Station y
con una historia que daría por sí sola para un artículo, Top of the Rock, el mirador en lo alto del
Rockefeller Center desde donde la dimensión de la ciudad se aprecia a plenitud, además de
restaurantes y clubes en donde el espíritu neoyorquino se experimenta de un modo más
palpable de lo que se puede explicar con palabras.
Con un par de días de pisar la calle y esas experiencias al hombro, sólo restaba conocer el
resultado de toda la labor realizada para que The Macallan Distil Your World New York viera la
luz. Para ello hacía falta un escenario a la altura de las circunstancias: un símbolo clásico donde
presentar este nuevo símbolo.
Miro alrededor y la escena parece traída desde los años 40: el Rainbow Room está repleto,
todos los asistentes con atuendos de gala, smokings, terciopelo y alta costura copan el salón.
La música y el ambiente invitan a creer que, en efecto, estamos ocho décadas atrás, hasta que
comienzo a notar ciertos atuendos no menos elegantes, pero sí (mucho) más electrizantes:
colores estridentes, estampados estrafalarios, cortes atrevidos, peinados dignos de una
pasarela de moda posmoderna (o de la gala del Met, ya que estamos), y recordé que ésa es
una de las señas de identidad de Nueva York: está todo tan normalizado, se ve tanto por aquí,
que apenas unas horas en la ciudad bastan para que uno deje de sorprenderse con looks que
en otro sitio resultarían escandalosos. Pero no aquí.
En esta ciudad las personalidades más disímiles se funden y se mimetizan de manera natural en
el caleidoscopio imparable que son sus calles. Esa energía se siente esta noche desde la
antesala donde comenzó la velada, una suerte de lobby bar donde un cuarteto de cuerdas
interpretaba una melodía familiar, pero que me tomó un par de segundos identificar: Empire
State of Mind tiene un encanto distinto en versión classic.
Ahora sobreviven en el paisaje del Rainbow Room, desperdigados en las mesas, algunos de los cocteles que nos sirvieron en la antesala, pero los vasos de whisky comienzan a ganar terreno. Lo cual significa que se acerca el momento estelar de la noche, con la presentación oficial del gran protagonista.
Desde que entré, hace casi una hora, lo descubrí al centro de la pista, entre intrigado y fascinado; ahora nuestros anfitriones nos recuerdan el motivo de esta fiesta en la que nuestra visita se ha
convertido. Llega la hora de presentar The Macallan Distil Your World New York.
Se dice —se dicen tantas cosas— que el diablo está en los detalles. Pero lo cierto es que el
monopolio de la meticulosidad no le pertenece a su satánica majestad. La atención a los
aspectos más finos es precisamente lo que permite a los gigantes separarse de los pequeños, a
las marcas grandes de las buenas, y a las excepcionales de las grandes. A Macallan del resto.
Sería ocioso enumerar todas las pruebas de que la marca de Easter Elchies pone el máximo
cuidado en los aspectos más pequeños, pero como para muestra basta un botón —también
esto se dice bastante—, sirva un ejemplo a la mano para probar el punto: cuando entré al
Rainbow Room noté que la caja en la que viene esta edición estaba decorada con una suerte de
patrón en 3D, que en ese momento no entendí.
Ahora, mientras el equipo de la compañía presenta oficialmente The Macallan Distil Your World New York, comprendo: se trata de un mapa en relieve del skyline neoyorquino, con los rascacielos como principales protagonistas.
En cuanto a los tonos azules presentes, tanto en la etiqueta como en el empaque, son una
representación del cielo y el agua que rodea a la ciudad.
La minuciosidad de la marca no se limita al empaque de su nueva gema, está también presente
en el menú que sirven esta noche. Una pequeña multitud de manzanas se despliega a lo ancho
de las mesas de la comida; por más que estemos en el corazón de la Big Apple, parecen un
poco fuera de lugar, pero todo cobra sentido cuando hundes la cucharilla y descubres una
textura mucho más cremosa que la de la fruta: es el postre, un cheesecake perfectamente
disfrazado en honor al mote de la ciudad.
La obsesión en los detalles va desde un pequeño plato de postre hasta las oficinas que la matriz
de The Macallan, Edrington, tiene en Nueva York, en el 18W de la calle 24, para ser precisos; si
los números de la dirección no les dicen nada, recuerden que el año de la fundación de
Macallan es 1824.
No hay lugar para el azar y el diablo está en todas partes. ¿O era en los detalles? Un día antes, precisamente en los cuarteles de Edrington Americas, en el distrito de Flatiron, tuvimos una cata guiada para entender las características de algunos whiskies icónicos de la compañía, adentrarnos más y entender mejor su naturaleza, todo lo cual ha servido de anticipación para un brindis memorable con la estrella de la noche, el nuevo integrante de la serie Distil Your World. Ladies and gentlemen, lets hear it for New York.
Tras un brindis coral en el Rainbow Room, observo el color de este whisky, que la marca llamó
—muy apropiadamente, y volviendo al asunto de los detalles— “Amanecer en la ciudad”; y encuentro también aromas y sabores identificados con Manhattan y sus alrededores: manzana,
caramelo, waffles, chocolate, distintos tipos de nueces y cacahuate.
La fiesta que tiene lugar en el salón se replica en boca con un whisky de verdad magnífico (y excepcional: sólo habrá mil botellas en todo el mundo, cada una con un precio cercano a los 4,200 dólares).
El nuevo integrante de la serie Distil Your World levanta la voz por encima de los rascacielos más altos alrededor para esparcir la noticia: la misión ha sido un éxito.
Siempre, desde antes incluso de visitarla por primera vez, me ha parecido que Nueva York es
un inmenso entramado de engranes, tornillos, cadenas, pistones, e infinidad de piezas que
contribuyen a un funcionamiento que no se detiene jamás.
Esa impresión que producen las películas y la televisión se confirma cuando estás aquí. Si uno recorre por la madrugada las calles neoyorquinas —mención especial para Manhattan y el revigorizado Brooklyn—, puede dar fe de que la ciudad, en efecto, nunca duerme.
Posee una energía capaz de sacarte de tu cuarto y echarte de vuelta a la calle cuando habías decidido que ya está bien, que la noche se terminó; la ciudad, digo, te echa encima la gabardina, te devuelve afuera y te lleva hasta un karaoke donde un puñado de turistas organizan una fiesta imprevista, a pizzerías en las que se congregan personajes de distintos orígenes, motivos y atuendos —un par de tipos de traje y smoking, corbatas ya flojas, comen pizza de queso con pepperoni, junto a otros tres con jerseys de basquetbol, tenis y pants—; o al club más hip del vecindario, donde un trío de jazz ameniza la cena y fondea mientras te bebes el coctel especialidad de la casa; o a un bar más convencional donde los newyorkers más acérrimos aseguran que se sirve el mejor oldfashioned de la ciudad; o a cualquier rincón donde sigue circulando la energía de una urbe que no sabe lo que es detenerse.
Pienso en eso camino al aeropuerto, mientras contemplo los rascacielos, el tráfico y a las
legiones de neoyorquinos que se mueven presurosos hacia quién sabe dónde. El aeropuerto es
tan bullicioso como la ciudad, así que el ritmo se mantiene alto hasta que por fin llego al avión.
Mientras me acomodo en el asiento, me ajusto los audífonos y echo un último vistazo por la
ventana. Cuando le doy play, escucho el beat, los primeros acordes, la voz de Jay-Z… Ya no la
oigo, pero la ciudad sigue latiendo.