Abro los ojos y por la ventana encuentro una ciudad fantasma. Neblina cubriendo el piso, aviones abandonados en las pistas, maletas abandonadas en caos cuando quien las conducía desapareció; más que un aeropuerto, un cementerio de criaturas voladoras. Aterrizo en la realidad y me percato de que mi falsa impresión se debe a las más de 15 horas de vuelo (un directo de Aeroméxico), con un cambio de horario que indica que mientras en casa se preparan para la comida, aquí, en Japón, llega la hora del desayuno, pero del día siguiente.
A mi alrededor, rostros hinchados, manos frotándolos. La niebla del sueño se retira de mis ojos y ordeno mis pensamientos. El viaje arrancó la noche previa en el Centurion Lounge del aeropuerto de la Ciudad de México, con una cena de platos creados por el chef Julio Luna para el salón de American Express; lejos de una sala de espera tradicional, es el inicio de un viaje antes de abordar el avión, con servicios como spa y estética, y una gastronomía notable, muy por encima de la de cualquier sala de aeropuerto.
En ese sentido, fue un indicio de experiencias como cierta liturgia repetida cada día. En un cuenco fabricado por él mismo, un hombre vierte leche. Con ella pule la barra de ciprés hinoki de cinco metros.
Video Recomendado
Eso produce la tersura que se siente al acodarse en ella. El hombre es Hiroyuki Musashi, dueño de una estrella Michelin y cuyo apellido da nombre a su restaurante dentro de Aman Tokyo, el primer hotel vertical de la compañía, y al que el chef se mudó luego de 12 años por su cuenta.
Él fabrica las vasijas, cuencos y platos utilizados en Musashi; cultiva el arroz de su sushi y con el que también fabrica su propio sake; es también instructor de esquí y guitarrista de una banda de rock: un renacentista del siglo XXI. Eligió convertirse en chef de sushi para hacer algo que complaciera al público.
Se especializó en Edomae sushi (Edo es el antiguo nombre de Tokio y este sushi se prepara sólo con pescado de la bahía de la ciudad), que en honor a sus orígenes, cuando no había refrigeración, emplea técnicas de preservación como marinar y salar, por lo que no requiere añadirle soya. Es un desafío reservar en Musashi (ocho comensales y sólo abre para la cena, que se sirve entre 5 y 10).
No obstante, conseguí un asiento y para comer temprano. Ventajas de que American Express llame a la puerta por ti. También gracias al Centurión conocí Kuhara, otro restaurante presente en la guía Michelin, localizado en el distrito Shibuya (el del famoso cruce múltiple que más de un millón de personas atraviesa por semana) y atendido por el matrimonio Kuhara.
Él cocina, en dos breves metros cuadrados tras la barra, mientras ella atiende con gentil eficacia a los comensales (15 máximo). En el plato, una pequeña grulla de papel lila antecedió los platos con pollo, pato, vegetales, hongos, mariscos…, cuyos sabores sólo rivalizan con el aspecto primoroso y el ambiente austero, limpio y tranquilo del lugar.
El ramen es otro imperdible y el Peninsula Tokyo Hotel tiene una versión estupenda, asociado con Ippudo, una marca nacida en 1985 en Fukuoka.
Con hasta 12 ingredientes, incluido un cerdo BBQ notable, puedes formar tu propia versión de este tradicional caldo de tallarines y disfrutarlo en tu habitación, desde donde se aprecian los jardines imperiales —entre otros servicios, el Peninsula ofrece paseos guiados por estos jardines.
Las experiencias culinarias grandiosas en Tokio comienzan desde temprano. El desayuno japonés del hotel Mandarin Oriental es tan abundante como delicioso. Sopa miso, arroz, pescado, omelette japonés sazonado con dashi (un caldo de pescado) y vegetales encurtidos, acompañados por la impactante panorámica de la ciudad desde mi habitación en el piso 34 (incluido el Skytree, la torre de 634 metros inaugurada en 2012).
Es una mañana nublada, las luces de los primeros autos salpican las avenidas alrededor de las 6, mientras el tazón de sopa y la taza de té verde humean. Más tarde, con las nubes disipadas, desde el restaurante K’shiki contemplo otra joya de identidad japonesa: el monte Fuji.
Visitar sus alrededores, en la prefectura de Yamanashi, a hora y media de Tokio, produce la impresión de ser observado por una criatura impávida ante los cientos de miradas que se posan sobre sus 3,776 metros de altura, aún más sobrecogedores con el pico nevado.
Este gigante natural y los rascacielos de la capital conviven en la lista de postales niponas imperdibles en directo, igual que los paisajes de Nikko, una ciudad a dos horas de la capital.
Mi ascenso por el monte Nantai hasta el lago Chuzenji terminó en el hotel Ritz-Carlton Nikko, cuyas instalaciones mezclan la tradición japonesa con comodidades y lujo modernos.
El camino esuvo moteado de tímidos copos que terminaron convirtiéndose en una nevada ligera que formó una alfombra, sobre la que un mono contemplaba la llegada de los huéspedes, para luego seguir su camino hacia el bosque.
Esa imagen me acompañó de vuelta al avión, junto a las de los santuarios que visité, incluido el de Chuzenji, donde el monje a cargo efectuó una ceremonia del fuego para eliminar energías negativas.
Japón justifica el desajuste de horario que, tras 14 horas de vuelo de vuelta, se experimenta todavía luego de un par de días, e incluso vale la sensación de despertar en una ciudad fantasma. Unos días bastan para comprobar que, más que fantasmagórico, éste es un país espiritual.