Durante las tres horas que duró el trayecto en tren de Paris a Cognac recordé varias veces una frase que la escritora belga Marguerite Yourcenar apuntala en ‘Fuegos’: “El alcohol desembriaga. Después de unos sorbos de coñac, ya no pienso más en ti”.
La obra de Yourcenar surgió de una crisis pasional y me gusta pensar que el cognac también surgió de una crisis: la de supervivencia cuando en el siglo XVIII se almacenaba en barricas durante mucho tiempo el vino de la región en espera de ser comprado porque los más demandados eran los caldos de Burdeos y de Borgoña y éste en su espera por ser elegido se transformaba en un elixir dorado cuyo sabor mutaba con fuerza para deleitar así a los paladares más sibaritas.
Aunque hay otros historiadores que señalan la creación de esta exclusiva bebida en la idea de que los productores hervían el vino para concentrarlo con la intención de poder transportar así mayor cantidades vía marítima. Su nacimiento será un misterio, sin embargo, su origen es claro: Cognac, un lugar en el que la tierra cuenta con toda una suerte de características diferenciadoras cuyos efectos de la cal en el suelo en el que crecen las uvas le han dado al sabor de éstas una uniquicidad que hasta la fecha no se ha encontrado en ningún otro lugar del mundo.
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Durante mi visita tuve la suerte de conocer una de las casas más antiguas en la elaboración de cognac. La Maison Martell lleva más de 300 años haciendo los cognacs más finos y elegantes de la zona. El lugar está dividido en cinco escenarios que bailan una misma sintonía. No hay orden de preferencia, el visitante puede elegir a su antojo porque el resultado es el mismo: conocer los entresijos de una de las bebidas más lujosas y admiradas del mundo.
En mi caso opté comenzar por el museo y así descubrir tres conceptos clave de la maison: su herencia, su savoir-faire y sus entresijos; para después pasar a crear mi propia mezcla, descubrir la zona más moderna en la que se busca fomentar el arte a través de la Fundación Martell y terminar en un escenario único gracias a las vistas privilegiadas de Cognac que ofrece Indigo Bar, el rooftop más solicitado de la zona.
Tras la visita llegó un merecido descanso en el Hôtel Chais Monnet, una belleza de cinco estrellas que entiende a la perfección su encomienda: honrar la famosa destilería de cognac en la que se cimentó.
El lugar rescata un casco antiguo de la fábrica creada en 1838, que si bien a primera vista parece ser sobria, comparada con el francés neoclásico al que estamos acostumbrados y gracias a su nuevo interiorismo nos arroja una imagen fresca llena de pequeños detalles y refinamiento que nos transporta a esa encantadora metáfora de la campiña francesa siempre rodeada de lujo aderezado con tintes campestres. Si París bien vale una misa, Cognac amerita saborear su obra maestra.