Jamaica es el mejor destino en el Caribe

Tras un par de agradables vuelos desde la Ciudad de México y con escala en Panamá, aterricé en el Aeropuerto Internacional Sir Donald Sangster de Montego Bay. A sólo pocos pasos, me esperaba una isleña –aquí descubrí por primera vez la amabilidad y calidez jamaiquina-, quien me guió con una especie de ‘fast pass’ hasta donde se encontraba el chofer que me llevó a la inmensa propiedad del hotel IBEROSTAR GRAND Rose Hall, ubicado a solo 20 minutos del puerto aéreo.

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Una isla montañosa, única de la región en poseer un paisaje que elucida el océano y dibuja la cordillera, me abrigó con uno de los mejores climas que he sentido en mi vida: ni mucho calor, ni mucha humedad, ni mucho aire; simplemente la combinación ideal de ellos tres, que resulta en la verdadera esencia del clima en Jamaica.

Tras hacer el check-in, dejé mi maleta en la habitación, me di un rápido baño y salí a explorar las propiedades del resort y, por supuesto, de la playa, cuya fina arena color blanco se une a la silenciosa orilla del mar color turquesa. Las calmadas áreas comunes exteriores –no se aceptan niños- se dibujan con una par de piscinas, una de ellas infinity pool, y decenas de camastros atendidos por los miembros del staff, cuya filosofía responde ‘al cliente lo que sea y cuando quiera’. Claro, pedí una piña colada y dejé que la isla me abrigara.

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En cuanto sentí hambre (había olvidado que en tan largo viaje no había llenado el estómago), me senté a comer en el restaurante buffet, un espacio culinario diseñado para satisfacer al comensal con decenas de opciones internacionales que, sin duda, sacian el apetito de un león. Y, sin más que un montón de ganas de hacerlo, disfruté algunos frescos crustáceos y mariscos, una hamburguesa al carbón, un par de pedazos de pizza, una fresca ensalada, pedazos de sushi y, para cerrar con broche de oro, un trocito de pastel de chocolate y una galleta de chispas.

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Con la barriga llena y el corazón contento, me dispuse a disfrutar de las comodidades de mi suite, completamente diseñada para cobijarme en un ambiente de absoluto confort, entre paredes tropicales, ropa de cama europea, una tina tan amplia como para acomodar a dos personas perfectamente y un baño vestido con lienzos de mármol. Afuera, en mi terraza privada, el columpio fungió como el lugar de descanso, junto a un par de frescas frutas tropicales traídas por mi mayordomo.

La cena se llevó a cabo en el comedor Es Palau donde degusté unos callos de hacha tan perfectamente cocinados, que se derretían en la boca, seguidos del confit de pato con mousse de almendra y de postre una Carlota.

Los días que le siguieron fueron igualmente majestuosos, casi como vivir una experiencia digna de llamarse ‘celestial’. Una mañana soleada con viento moderado, fue mi compañera durante la visita que realicé al afamado campo de golf White Witch –de renombre internacional entre golfistas amateurs y profesionales-, donde es deleitante practicar el deporte entre el extenso territorio natural, protegido por las montañas, las palmeras y el Caribe.

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El resto de mi día corrió en el holístico SPA Sensations, un oasis donde no sólo disfruté de las piscinas termales y convencionales, los jacuzzis, el sauna y el vapor; sino que fui testigo de una de los mejores terapias que he recibido en mi vida –no, no exagero-. El tratamiento jamaiquino que se extendió a lo largo de hora y media, comenzó con una  meticulosa exfoliación llevada a cabo con un masaje de azúcar morena, seguido de un baño y un masaje con piedras calientes que sacó de mi ser el poco estrés que quedaba –después de un viaje como éste, ¿quién podría estar estresada?-. Todo culminó con un facial rejuvenecedor y calmante, realizado por las dos manos más gloriosas del santuario.

Para cerrar el día, disfruté un festín, en el restaurante de finos cortes y mariscos Galleon Surf & Turf Grill & Steak House, que comenzó con una vieiras gratinadas con puero confitado, piñones y holandesa de crustáceos, siguió con un jugosos solomillo de res y oporto acompañado de patatas lionesas, y culminó con un tatín de manzana calientito cubierto con canela.

Uno no puede ir al Caribe y no disfrutar sus playas. Por eso, el último día lo dedique para caminar el folclórico Negrill, donde la gente canta y baila en la arena al son de la música jamaiquina, que es tan viva y feliz, que ninguna preocupación podría cubrir tus pensamientos. Recorrí de extremo a extremo con los tobillos medio mojados y acompañada de una tradicional cerveza local: Red Stripe –la mejor lager de la región-. Al bajar el sol, volví al hotel, jugué una partida de billar y me dirigí a La Toscana, el comedor italiano clásico, donde cerré con broche de oro. Unos mejillones al vapor al caldo de tomate, un agnoloti de camarones a la mantquilla, un risotto negro con calamares, un ossobuco a la milanesa y una panacotta de naranja sentaron en mi estómago, mientras me despedían de Jamaica.

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A la mañana siguiente, subí mis maletas al coche, que ya me esperaba, para dejar atrás Montego Bay; el lugar que me enseñó que no existe mayor placer que poner la mente en blanco y caminar en las livianas aguas del ‘yo profundo’.  Así concluyó mi placentero viaje a la isla del Caribe, donde la vida se disfruta con la cierta filosofía: ‘Sólo se vive una vez’.

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