Por Alonso Ruvalcaba
El vino puede significar muchas cosas. Es una experiencia tan personal como la vida de cada uno. Tal vez sonará exagerado decir que beber vino pudiera llevarnos a sentir lo que, a finales de 1927, inquietara al alguna vez premio Nobel de Literatura, Romain Rolland. El 6 de febrero de ese año, Rolland, dirigió una carta a Sigmund Freud para solicitarle su ayuda y poder comprender algo parecido: el origen de un fenómeno que, a su juicio, explicaba la dinámica epifánica que permeaba cada uno de los distintos sistemas religiosos. En la carta, el escritor describía el fenómeno como un “sentimiento oceánico” donde el “yo” se evaporaba y se unía en armonía con el “todo” (precisamente como la gota con el océano —o en nuestro caso, con el vino); un estado donde desaparecían las fronteras y el individuo experimentaba una revelación de dimensiones cósmicas.
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¿Beber el primer sorbo de alguna de las botellas que protagonizan este libro podrían llevarnos a vivir esta experiencia? ¿Por qué no? Las personas que creamos este proyecto, desde todavía antes de que se convirtiera en lo que tienes en tus manos, creemos fervientemente en este sentimiento, y más aún, estamos convencidos de que el vino, pese a su naturaleza de consumo inmediato, conlleva en sí misma momentos y memorias que son inolvidables para nosotros.
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No nos referimos a una naturaleza mágica del alcohol. Este carácter memorable que suele relacionarse con los momentos donde involucramos al vino tiene más que ver con los instantes específicos en que destapamos una determinada botella. Quienes amamos el vino, por lo general, destinamos cierta etiqueta especial para compartirla en un momento específico, en la compañía de alguien querido —sin importar si ésta ha estado resguardada por 1, 5 o hasta más de 20 años. Así, cada etapa en el proceso de creación de sea cual sea esta botella, desde la cuidadosa cosecha, minuciosa selección de uvas, tiempo y humor, hasta el resguardo en barrica durante muchos años, quizá más de los que podríamos contar, se convierte en un tesoro que merece la pena salir del resguardo sólo en ocasiones especiales, con un eterno reconocimiento por regalar, más que una sensación única en el paladar que no dura más de unos segundos, tal vez minutos, un sentimiento que apela a las emociones guardadas en lo profundo de nuestro ser. Dicho esto, creemos que los 12 principales protagonistas del vino mexicano que presentamos a continuación, tiene aún mucho que dar, y quizás llevarnos a este tipo de experiencias, y cada vez, se sumen más a esta lista. ¡Salud!
Así, nuestro consejo del vino se dio a la tarea de catar y calificar los mejores vinos del país. Aquí nuestro countdown para llegar al número 1.
Número 10
O C T U B R E
Nebbiolo de Roganto 2013
EL TRIUNFO DE NEBBIOLO
Es posible que ya hayamos hablado en esta columna del curioso rasgo único de la enología en Baja California: su afinidad casi sanguínea con Italia. Nadie ha podido no notar la similitud paisajística del valle de Guadalupe y un reojo de la Toscana. Más aún, dos de las más grandes bodegas bajacalifornianas –en tamaño al menos–, Santo Tomás y L.A. Cetto, hicieron su nombre hace varias décadas blandiendo la espada de la originalidad de dos uvas italianas, específicamente piamontesas: la Barbera y la Nebbiolo. Barbera ha permanecido bajo el reinado casi exclusivo de Santo Tomás —sólo unas cuantas bodegas han explorado sus posibilidades–, pero Nebbiolo pasó a ser casi bajacaliforniana, insistentemente plantada, indagada e investigada en la zona. En el valle de Guadalupe Nebbiolo terminó erigiéndose por encima de Cabernet Sauvignon y Merlot no en número de vinos o en hectáreas plantadas, pero sí en lo particular de sus atributos. Nebbiolo es más guadalupana que cualquier otra uva.
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El primer gran vino mexicano de Nebbiolo fue el Reserva Privada de Cetto, legítima obra maestra que sigue siendo una de las gangas innegables de nuestra enología. Después de él, el diluvio: el Alvarolo de bodega Shimul, el Balch’é Cero de Barón Balch’é, el precioso Nebbiolo de Las Nubes, el Cru Garage de Bodega Torres Alegre, los monovarietales de Agrifolia y Bella Terra, el Madera 5 de Cava Aragón, todos ellos son expresiones distintas de esta uva, de este suelo y de este cielo bajacalifornianos.
Juntos son una suerte de acta de nacionalidad para la Nebbiolo, un acta generosa que no le hace renunciar a sus títulos, sus pasaportes ni sus otras nacionalidades. A estos excelentes vinos se ha unido uno que había estado fuera de nuestro radar: el Nebbiolo “de la Baja California” de la bodega Roganto. Y qué hallazgo feliz. La uva proviene de Llano Colorado, en el valle de San Vicente al sur de Ensenada, en la llamada (no sin animosidad) “antigua ruta del vino”; la crianza implica dos años en barricas de roble francés y gringo; el alcohol: de esos echados pa delante: 13.5 grados que se sienten como 14.5. Es un vino mordisqueable, casi sólido; cuando le hincas el diente es como si mordieras una ciruela negra muy madura, hermosa ciruela de la discordia; luego lo mantienes en la boca –redondez, profundidad, acidez en la punta de la lengua– y la nariz se llena de nuez moscada y clavo y mentol y pimienta. Juguetean, parece que flotan. Se vale estornudar.