Como toda industria primordialmente creativa, la del vino está cambiando constantemente, y da la impresión de que la velocidad de los cambios se ha acelerado en los últimos años.

La regla es que no hay reglas, parecen decir los expertos. O mejor dicho: hay una nueva regla y la regla es: cada quien haga lo que quiera. Es el triunfo del placer por encima de la nariz respingada, del vocabulario oscuro, de la estricta temperatura, de los precios impagables, del protocolo. (El resto del staff de Robb Report México estará de acuerdo conmigo: el protocolo del vino es odioso.) Una de las grandes nuevas libertades, que siempre estuvo ahí en realidad pero que parece nueva porque por fin salió del clóset, es la libertad del maridaje. Hay maridajes inesperados, chocantes, divertidos, arbitrarios.

Tomemos por ejemplo el Chenin Blanc 2014 de Santo Tomás. “El vino genera comunicación entre la gente”, ha dicho Laura Zamora, la enóloga de esa bodega. (Raro pero no único caso mexicano en que el maldito heteropatriarcado mexicano le ha permitido esa chamba a una mujer. Que haya más ya). Y también: “El vino es un vehículo de interacción”. La interacción puede derivar del maridaje cuando entra el Gran Tema de la Historia de la Humanidad: ¿qué tal está la comida? El Chenin es un vino sorprendentemente fresco, jugoso; hiperaromático: imagínense que abren una despensa y en la despensa hay manzanilla, acedera, jengibre y un montón de flores; sabroso, llenador (no en vano tiene 14 grados de alcohol), ácido y con un puntito de dulzura.

Pues bien: ¿qué dice el maridaje tradicional al respecto? Carlos Falcó, Marqués de Griñón, sugiere por ejemplo langostinos, almejas crudas y cocteles de mariscos para blancos sin crianza como éste. (El libro es Entender de vino, 1991, padrísimo aunque algo anticuado.) El propio manual de Santo Tomás propone como “maridaje elegante” (en serio) queso brie. Pero la nueva regla es clara: podemos maridarlo con un ramen con pork belly y dejar que la intensidad del sodio del caldo se enfrente al puntito de dulzura del vino; podemos maridarlo con una sándwich de pollo frito y ponderar cómo la acidez del Chenin corta su grasa; podemos maridarlo con una tártara de res y ver cómo discuten las redondeses de nuestro vino con los picos de mostaza. O mi absoluto favorito: podemos maridarlo con pizza hawaiana -triunfo del mestizaje, del descaro, juego de porcitud en el jamón y dulzura en la piña horneada-, sazonada con jugo Maggi -¡umami!-, salsa Valentina -¡acidez!, ¡picor!- y esperar a que suceda el milagro de la armonía. La regla es que no hay reglas.

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POR ALONSO RUVALCABA.